Estaba en la Casa de mi
abuela materna, Doña Amparo Arreola
viuda de Vargas, en las calles de Esparza Oteo en San Angel, Ciudad de
México, esperando a comenzar una sesión de partidas de ajedrez que tendría, poco
antes de la cena, con mi tío, el ajedrecista y ahora muy prestigiado escritor
Juan José Arreola.
Era el año de 1962 y aparte
de jugar ajedrez se trataba de mejorar un problema de dicción que tenía por
medio de pláticas guiadas en que Don Juan José, (aunque yo le decía simplemente
tío) me corregiría mi acento un poco caribeño que ocasionaba burlas entre mis condiscípulos.
Mi madre, profesora de
sociología en Escuelas militares decidió apoyarme en ese problema con un
profesor de defensa personal muy famoso del ejército, pero mi abuela, más
pacífica, pidió a su primo que al mismo tiempo que me enseñara ajedrez, me
enseñara a pronunciar mejor las palabras.
El caso es que eran duelos de
ajedrez todos los fines de semana. No tan largos y tan disputados como los que
Juan José Arreola tendría unos meses más tarde con el Maestro Enrique Palos
Baez, amigo y vecino mío, porque yo avance un poco rápido y ya ganaba partidas
y con los ejercicios de trabalenguas y las declamaciones de los versos de
Machado ya decía “De Tin Marin de Dos Pingües” y no De Tin Marin de Do Pingüe.
Ahora el problema es parar de hablar. Pero ese día que me acuerdo fue porque
llegó con la edición de “Confabulario”, un libro que elogiaría incluso Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (perdón,
Borgues, como dijera Fox), en que hablaba de “El Rey negro”:
EL REY NEGRO
Por Juan José Arreola
Yo soy el tenebroso, el viudo,
el inconsolable que sacrificó la última torre para llevar un peón femenino
hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo de las blancas.
Hablo desde mi base negra. Me
tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el
empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un
doble jaque elemental...
Desde el principio jugué mal
esta partida: debilidades en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara
desventaja... Después entregué la calidad para obtener un peón pasado: el de la
dama. Después...
Ahora estoy solo y vago inútil
de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar casillas centrales,
esquivando el mate de alfil y caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un
cierto número de movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo jugando,
atenido en última instancia al Reglamento de la Federación Internacional de
Ajedrez, que a la letra dice: Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que
cincuenta jugadas, por lo menos, han sido realizadas por ambas partes sin que
haya tenido lugar captura alguna de pieza ni movimiento de peón.
El caballo blanco salta de un
lado a otro sin ton ni son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy
salvado? Pero de pronto me acomete la angustia y comienzo a retroceder
inexplicablemente hacia uno de los rincones fatales.
Me acuerdo de una broma del
maestro Simagin: el mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe
darlo y lo consigue por instinto, por una implacable voluntad de matar.
La situación ha cambiado.
Aparece en el tablero el Triángulo de Deletang y yo pierdo la cuenta de las
movidas. Los triángulos se suceden uno tras otro, hasta que me veo acorralado
en el último. Ya no tengo sino tres casillas para moverme: uno caballo rey y
uno y dos torre.
Me doy cuenta entonces de que mi
vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetivos
amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras
me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto
muerto en el triángulo final. ¿Para que seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar
el mate pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de
Legal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi madre, dejándome
encerrado allí como en la tumba de Filidor?
Antes de que me hagan la última
jugada decido inclinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del
tablero. Gentilmente mi joven adversario lo recoge del suelo, lo pone en su
lugar y me mata en uno torre, con el alfil.
Ya nunca más volveré a jugar al
ajedrez. Palabra de honor. Dedicaré los días que me queden de ingenio al
análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver
problemas de mate en tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el
sacrificio de la dama.
Del libro
Confabulario Total (1962)
Bueno, no cumplió, pues a petición
del mismo Jorge Luis Borges, participó en 1971 en el Torneo de la Amistad Argentina
México, en donde incidentalmente jugué una partida oficial de torneo, la única
en nuestras vidas, mientras que amistosas jugamos miles, y gané un buen premio,
el segundo lugar, ya que por desempate el Maestro Jorge Lara Arroyo se ganó el viaje
a Bariloche. Lara en esos tiempos era muy fuerte, en 1974 empató con el GM
Genaidy Sosonko una partida en que tuvo al borde de la derrota al holandés de
San Petersburgo una treintena de jugadas y que no supo rematar, por lo que
Sosonko decía que era como estar bajo un hacha de madera de un verdugo varias
horas, resistiendo golpes en el cuello y ninguno era mortal. “Mi posición no
era nunca lo suficientemente buena como para tener garantizadas las tablas, ni nunca
tan mala como para rendirme, una tortura china”
El caso es que después de
perder conmigo, Arreola perdió con un maestro argentino tras tener toda la
partida ventaja y unas tablas casi seguras. “Te arruiné el viaje a Bariloche”
me decía, ya que me perjudicó en el desempate su resultado. Nos fuimos a oír
tangos y se sorprendía que pudiese
imitar muy bien el acento argentino y contaba anécdotas muy variadas. “Se ve
que tienes sangre de buenos escritores” me decía. Y le contesté, “Seguro, como
de la familia de Victoria Ocampo”. Cuando le conté a mi madre la anécdota del
torneo y lo de la contestación, ella, Amparo Vargas Arreola, como siempre
firmaba mis artículos en la prensa con solo Raúl Ocampo y protestaba de que no
pusiese el Vargas, decía “Ponte tu apellido materno, para que vean que tienes
madre. Es más, para que vean que tienes mucha madre, debieras ponerte Vargas
Arreola” Sin duda estoy orgulloso de los días en que conviví con el Maestro
Arreola, como todos los ajedrecistas mexicanos de que Don Juan José Arreola
haya sido ajedrecista de hueso colorado antes que nada, de que haya amado al
ajedrez con tanta vehemencia. Eso nos hace pensar que si una persona con tantas
virtudes e inteligencia consideraba bueno amar al ajedrez, es que no estamos
tan errados.
Pronto se hará un homenaje
al Juan José Arreola ajedrecista, y ojala podamos lograr que su estatua sea
hecha por Pedro Filiberto Ramírez Ponzanelli, quien tan magníficamente hizo la
del ecuatoriano ajedrecista escritor Benjamin Carrión. Para que en Casa del
Lago, la Casa Juan José Arreola, este su efigie frente a los ajedrecistas todo
el tiempo.