Por MI Raúl Ocampo Vargas.
Reconocido literato, orador y conductor notable de programas culturales de televisión, Juan José Arreola, es considerado uno de los espíritus más egregios de Jalisco. Ganador del Premio Juan Rulfo, laureado en diversas universidades y disputado invitado a cuanto evento cultural que quisiera considerarse de altura. Asesor de Secretarios de Educación, sagaz improvisador de discursos, recipiente continuo de elogios, señor de las letras y caballero renombrado de la literatura castellana con una fama que rebaso fronteras y lenguajes; Juan José Arreola vivió varias vidas en una y como el personaje romántico de Zorrilla, subió a Palacios y bajo a cabañas, dejando marca en todos los lugares y huella en todas las personas que lo trataron.
En una época fue un bohemio pobre, combatiente denodado en pobre existencia económica, para luego pasar a ser un intelectual favorecido por la fama y la fortuna; pero en todas las etapas de su vida colmado de prestigio como hombre sabio.
Dotado de una gran memoria, supo hacer malabarismos verbales repletos de enseñanzas para los afortunados que escucharon sus pláticas. Más que como escritor, su tiempo lo dedicó a la maestría verbal. ¡Cuántas veces se excusó por ser un perezoso como escritor! Para desgracia de las generaciones posteriores a su vida terrenal, nos legó una cantidad pequeña de obras escritas, si bien, en compensación, quedan muchas grabaciones de su intervención en programas de televisión; aunque todo esto junto es solo una punta de un enorme iceberg de su creatividad que se mostró más en la plática viva, ante audiciencias de todos niveles. Deseaba ser actor en foros y teatros y finalmente fue el gran personaje del drama de su propia vida.
Muchas veces me expresó que hubiera deseado más ser excelso como jugador de ajedrez que como literato y otras tantas se dejo llevar por su enorme afición al tenis de mesa, arte efímero de gran velocidad que lo embriagaba y lo hacía volar a un mundo lleno de emoción y esfuerzo.
Seguramente pasó más horas jugando ajedrez y tenis de mesa que escribiendo. Lamentaba incluso que su amor por ellos lo había alejado, tal vez demasiado, de la lectura, que era su afición primaria.
Jugaba ajedrez creativamente, jugaba tenis de mesa en una mezcla de artesano con deportista. Ambas disciplinas le brindaban la adrenalina que su vida intelectual no podía. Así mantenía un balance emocional que compensaba el no ser protagonista real de aventuras similares a las que Jack London y Salgari en sus relatos le causaban envidia no poder haber vivido. Su físico frágil y enfermo no lo apoyaron en su afán de aventuras y viajes.
Recorrió mucho mundo, pero no como él hubiera querido. Hubiese gustado de ser un explorador como Stanley o Burton; o al menos un médico recorriendo selvas como Livingston. Su deseo de aventuras lo tuvo que canalizar en el tablero de 64 casillas y sus lances de florete y sable al estilo de Sandokan o Casanova los cambió por duelos raqueta en mano.
Su facilidad de palabra le compensó la falta de presencia física de Mañara o Bradomín y fue un enamorado de la mujer e incansable seductor intelectual de cuanta bella dama se le cruzaba en el camino, invitándolas, en lugar de a castillos y palacios, a visitar los umbrales del mundo del conocimiento y las bellas artes.
Auténtico Don Juan intelectual, como Agustín Lara, pasó su vida rodeado de mujeres hermosas, que junto a él, volaban a un mundo que ningún otro galán podría ofrecerles, con la ventaja de brindarles un placer que ellas podrían describir sin dañar su pudor, un placer del que ellas podrían ufanarse e inclusive hacer envidiar.
No se atrevió, como Lord Byron, a arrostrar los peligros de ser un luchador social activo y arriesgar la vida en lucha contra tiranos. Eso tal vez le pesó demasiado y causó que fuese siempre un insatisfecho aventurero.
Le dolía el ser derrotado en el ajedrez, donde no había excusa facilitada por su debilidad física y se mostraba débil en lo que consideraba era su mayor fortaleza: el intelecto.
Estaba consciente de su deficiencia en temperamento y eso le causaba un continuo desasosiego. Le gustaba la velocidad y eso le atraía en el tenis de mesa; pero también lo ponía en desventaja en el ajedrez. Necesitaba vivir en una inconsciencia alternada con la alerta completa de los sentidos. Pero temeroso de caer en los excesos de Allan Poe, o en la embriaguez característica de tantos literatos que admiraba, la adrenalina que el ajedrez y el tenis de mesa le daban, lo compensaba y lo hacía vivir entre brumas, alejado un poco de una realidad que no era la que sus lecturas infantiles le habían hecho prometer crearse en su vida adulta.
Estaba deseoso de haber vivido como un caballero de capa y espada, por lo que al menos se disfrazaba como tal, vistiendo una capa característica al mismo tiempo que calzar unos zapatos tenis. Hubiera tal vez querido ser como el Caballero de París que paseaba y honraba las calles de La Habana, pero no se atrevía a declararse cuerdo en un mundo de locos. Entonces propuso tablas a la vida. No sería un vagabundo, no sería un aventurero jugandose la vida en cada lance de amor o de justicia. Sería un escritor que poco escribe, un caballero de la literatura, del ajedrez y el tenis de mesa. No cedería a la lentitud de la expresión escrita, sino se entregaría a la charla de la palabra rápida y efímera. Efímera si no hubiera sido por la grabación de sus intervenciones en televisión. Prefería no escribir en papel, sino en las microondas. Si hubiera llegado a vivir en la era plena del Internet, hubiera sido escritor no de sitios webs, sino de blogs. La vuela pluma, la raqueta rápida del tenis de mesa, el ajedrez rápido, eran el verdadero mundo que quería vivir. Su huella era de momento, pero fue tan profunda, que se volvió perdurable.
Unió en él tres mundos que parecerían, a la vista superficial, incompatibles: literatura, tenis de mesa y ajedrez. Su mundo era de causa y efecto. No quería ser el de la consecuencia. Pero, paradójicamente, como fue la marca de su vida, logró una extraña inmortalidad.