Hoy recibí un email que por error se fue a una
dirección parecida a la mía y un ajedrecista de Facebook me remitió.
Eran palabras de consuelo de un viejo amigo que
había percibido en mis escritos una tristeza y amargura, me recomendaba
momentos difíciles que habíamos pasado juntos y que solo nos mantuvo vivos una
convicción “komsomolevska”, como solía él decir. Me instaba a sobrevivir y a
resistir, al menos un poco más. Citaba partes de libros y poemas que recordábamos
en momentos aciagos cuando todo se veía perdido y de repente se nos vino una
ocurrencia de algo visto en un libro de historia para salir de la trampa. Como
por supuesto algunos mercenarios no han leído la Odisea la táctica estilo anti
Ciclope, funcionó y volvimos a la vida.
Tantos recuerdos y tantos muertos, tantos amigos y
ya nadie con quien compartir sin tener que explicar muchas cosas, que además
estaba ya como en un baúl de recuerdos que hay que esconder porque no se
entiende mucho eso de crímenes son del tiempo y no de España cuando se trata de
explicar lo inexplicable de la violencia.
Boris Semionovich, al que llamaban algunos cubanos
el ruso más latino que conocían por su pinta de gallego y su manera de hablar
español con todo tipo de refranes rusos pasados al castellano, amaba la vida
aunque desde hace mucho tenía una enfermedad terminal que la combatía exitosamente
con sus curas de Chechnia heredadas de las tradiciones ladinas que habían
llegado de Toledo y sus medievales ghettos.
Varios días después de la fecha de su email, me enteré que había
fallecido durante un accidente aéreo viajando entre Sochi y Siria. No fue fácil
saber que era él, porque por su trabajo de corresponsal en la última década
usaba nombres diversos desde Boris Simoni, hasta Boris S Tamerlenk, que le
gustaba desde que usaba protesis tras perder una pierna en Mostar. El caso es
que otro conocido mutuo me hizo notar su deceso. Ocho hijos tuvo, con
mexicanas, cubanas y quizás una del Congo o Ruanda. Todos radicados actualmente
en México y no saben bien lo grande del padre que tuvieron, aunque a todos los
trataba hasta los doce años y luego se desaparecía con su lema de criar a los
hijos con un poco de hambre y un poco de frío.
El caso es que tenía una filosofía muy especial y a
pesar de haber sido buen ajedrecista, estaba peleado con instituciones y
organizaciones y ya no quiso continuar jugando torneos, Era una oveja negra en
todos lados, llevando la contra siempre a la mayoría. “Cuando hagan mi
obituario pongan una oveja negra”, y decía que él y yo éramos de muy mala
reputación, porque no hacíamos lo normal.
Pero ahora veo su email con palabras alentadoras y de cariño y recuerdos
que hubiera querido yo mismo mandarle. Pero tarde me entero de su muerte.
Algunos se me han muerto sin poder hablarles en décadas. Es tan triste
enterarse que alguien falleció cuando en nuestra mente estaba vivo y nos preguntábamos,
al menos un poco, si estarían bien y que falta hacía tenerlo cerca, y que tan
indiferentes están los que si están cerca. Como lo apreciaría yo al buen Boris,
y como lo desperdicié.
Y como escribió Boris Polevói:
“Y volvió a acordarse de las
palabras del Comisario Vorobiov, acerca de que las cartas de guerra eran como
los rayos de las estrellas extinguidas, que tardan y tardan en llegar a
nosotros, dándose el caso de que una estrella se haya apagado hace mucho,
mientras sus rayos alegres y brillantes continúan atravesando todavía, durante
mucho tiempo, los espacios, llevando a los hombres el brillo acariciador de un
astro que ya no existe.”