Cuando se habla de la
importancia de los diagnósticos y evaluaciones, se puede uno enredar en la mal
llamada búsqueda de talentos.
Recuerdo las pláticas con un
excompañero del preuniversitario que recién habían nombrado en CONADE director
de búsqueda de talentos del deporte, y nuestros debates sobre la validez de los
métodos de búsqueda de talentos. Las historias de cómo a Albert Einstein lo
habían reprobado en matemáticas, de cómo muchos artistas como Van Gogh y a
escritores como García Lorca o Gutierrez Nájera los habían rechazado en las
escuelas de arte en que habían pretendido ingresar y pasamos a las decenas de
grandes maestros soviéticos que los habían evaluado como “sin talento especial”
cuando los sistemas de “búsqueda de talentos” vigentes en su época eran
aplicados para otorgar becas o designarles entrenadores especiales en la URSS
ajedrecística de la era staliniana.
Le leí documentos como el
escrito que el maestro Alexandr Koblentz había enviado al consejo superior de
la Federación de Ajedrez de la URSS al contestar un cuestionario, enviado al
mismo tiempo a decenas de entrenadores de alto nivel de la URSS, sobre como
seleccionaba a sus alumnos especiales, en que demostraba la inutilidad de la
búsqueda de talentos, pero que al mismo tiempo defendía el sistema de
evaluación para designar entrenadores especiales.
Koblentz decía que esos
sistemas de evaluación de talentos partía de bases falsas sobre que era el
talento. Decía que el talento, visto como “don innato” era una aberración
racista, que podía discriminar a las minorías étnicas soviéticas respecto a la
población étnicamente rusa caucásica. Que los exámenes estaban hechos de tal
manera que beneficiaban a niños que vivían en entornos urbanos, con hábitos
rusos y un ambiente familiar con padres de formación marxista y que no había
estadísticas suficientes que valoraran los resultados de los exámenes. ¿Cómo
miden el amor al ajedrez, la vocación? Preguntaba insistentemente, agregando ¿y
como cuidar a los niños de la mala influencia de los padres que quieren
imponerles o quitarles su afición al ajedrez? ¿cómo cuidar que el ajedrez fluya
naturalmente?
Contrario a la imposición
del ajedrez como materia obligatoria en las escuelas y a la tesis que de la
cantidad deviene la calidad, Koblentz en su escuela tenía mayor proporción de
maestros de alto nivel estudiando en su club que cualquiera otra ciudad de la
URSS. También decía de lugares como Islandia, donde de 200 mil habitantes
tenían 5 grandes maestros (hubo unos años en que de 250 mil tenían 14 grandes
maestros, una proporción superior varias veces a la de cualquier país. Incluso
en China, con todos sus grandes éxitos, la proporción de grandes maestros es
como de 1 por 10 millones de habitantes y en Rusia como de 1 por 1 millón. En
México es como de 1 por 20 millones).
La importancia de las
evaluaciones y diagnósticos, afirmaba, era que daban indicaciones a los
entrenadores de cómo preparar a los alumnos, e incluso daban orientación a que
tipo de entrenador convenía designar a determinados alumnos, para favorecer el
efecto “Pigmalión”.
Ya que mucho del desarrollo
de un jugador de ajedrez depende de la influencia del entrenador, hay que
considerar el efecto Pigmalión, que refiere a que un alumno llega hasta donde
el entrenador crea poder hacerlo llegar y sepa transmitir a su pupilo su fe en
el futuro deportivo del entrenado. La leyenda de Pigmalión, que en su versión
moderna conocimos a través de la obra de Bernard Shaw del mismo nombre y en la
comedia musical de “MI bella dama”, habla de un
profesor que cree que puede hacer de cualquier vendedora de flores una
dama de tipo aristocrático y de gran cultura y que ni el mas docto especialista
podría determinar su origen humilde.
El caso es que todo
entrenador o profesor que se respete debiera tener la convicción que Koblentz
tenía: cualquier niño puede llegar a la máxima altura en una disciplina y no
depende de algo de su nacimiento o su raza, de factores innatos, depende de su
educación, formación y su elaboración como ser humano que le proporcione su
entorno y sus maestros.
Se debe medir, si, todo
medirlo, para conocernos mejor y utilizar los mejores métodos para superarnos,
no para utilizar dichas mediciones como tamiz, como filtros para decidir a
quien apoyar o no.
Las mediciones intentan ser
objetivas, poner con justicia a cada quien en una ubicación, pero eso es muy
difícil, es como comparar la justicia con el derecho, es como juzgar con la
idea de que dos más dos es cuatro, cuando pueden darse casos de que no lo sean.
¿Lo “cuántico” entonces donde queda?
Uno llega a lo objetivo por
lo subjetivo y creo que finalmente debe regresar a lo subjetivo.
Como usamos una parte mínima
del cerebro, al “medir” a un alumno, medimos un porcentaje mínimo de lo que es
él realmente. Por ahí puede surgir un 0.001% que cambiará todo y de repente el
alumno da un salto enorme de calidad. Al entrenador no le queda otra entonces
que otear tratando de localizar el “disparador”, la acción, la idea, la
palabra, que sea el gatillo que haga que ese 0.001% aparezca y de repente
aumenten 100 puntos de rating.
El avance en ajedrez no es
como sobre ruedas redondas, sino como ruedas cuadradas, va de avance a sentón y
de sentón a avance, no es un rodar constante y uniforme, es de golpe en golpe,
como con “disparadores”.
El instructor debe tener la
fe de Pigmalión y ser consciente de su gran responsabilidad, pues mucho del
éxito del alumno le corresponde, pero el que llegará a maestro es su pupilo y
no él, no debe apropiarse del éxito. Dan risa esos entrenadores que se
fotografían con sus alumnos que ganaron un trofeo, y ponen algo así como “Mi
alumno y yo”. Todos los jugadores tienen muchos maestros, como el éxito tiene muchos
padres. Nadie es dueño de nadie, ni siquiera los padres son dueños de sus
hijos. El instructor o entrenador debe saber que es responsable, pero no tiene
derecho a otro premio que el gusto de saberse cooperante en que una persona vea
realizado su amor.