A veces, en el afán de conseguir un libro, parecemos capaces de emular al
mago Setna, hijo de Ramsés II, violando una tumba para apoderarse del
manuscrito del Dios Tut, en una época que los sepulcros eran lo mas respetado
por los egipcios. Los textos sacros de Tut se custodiaban en Heliópolis y ahí un
ejército de escribas los copiaban para hacerlos llegar con numerosos
comentarios por la nación, 6 mil años antes de Cristo.
Diez mil manuscritos reunió Kao-Ti en China, 200 años antes de nuestra
era y algunos eran obras que por si solas constituían una biblioteca.
El persa Cosroes gasta una fortuna para que su médico sustraiga de la
India el Panchatantra, fabulas budistas, que hoy conocemos, gracias a los
árabes como Calila y Dimna.
Un Tolomeo negó el trigo a los
atenienses si no entregaban los manuscritos originales de Esquilo.
El caldeo Sargón creo en la lejana Uruc (Warkah), la Ciudad de los
libros, cuya colección se vería minúscula comparada simplemente con la de
libros de ajedrez que circulan por la red de Internet.
La Internet reúne las dos formas del afán de conservación: la
recopilación y la transmisión, lo que antes se representaba solo con la
Biblioteca y la Escuela. La Biblioteca responde a la necesidad, escribía Don
Alfonso Reyes, de preservar en lugares sagrados ciertos textos tan
indispensables a la vida del grupo como las transacciones religiosas y las
políticas (aún las comerciales). También los fastos del monarca, cosa no sólo
de orgullo, sino más aún, enriquecimiento y adquisición espiritual para el
pueblo. (Artículo “Génesis de la crítica”, Al Yunque 1960, Obras Completas de
Alfonso Reyes, tomo XXI, pp.296-299).
Los que nos criamos de alguna forma en sitios donde se habla uno de tú
con los ratos, como la biblioteca de mi abuelo, extrañamos en la Internet el
olor del libro, o como decía el admirado amigo Enrique Palos Baéz, “el olor a
intimidad”, así como el acariciar el papel amarillento de los viejos
ejemplares, la piel de los mejores amigos de un niño, ya sea devoto de
Frascuelo y de María, o aventurero con James Cook por los mares del Sur de la
imaginación.
Pero en el actual recorrido de páginas web, nos volvemos inseparables
del ratón electrónico y reemplazamos de alguna forma nuestro dialogo con los de
carne y hueso que gentil e inexorablemente, orinaban las páginas de los textos
y amenazaban cobrarnos la osadía de escudriñar sus lares con alguna enfermedad
extraña, fogueo necesario para la sobrevivencia posterior de décadas acumuladas
de respirar polvos de biblioteca.
Ahora visito los anaqueles de las bibliotecas vaticanas e invado los
estantes de la de Cleveland recolectando, admitidamente, con permiso o sin él,
las conversaciones del pasado en forma de archivos PDF o mp3.
Paso del cirílico al latino, en el mar de alfabetos y alefatos a pulsos
de ratón, con la impunidad de una señal hackeada y regreso de cada navegación
con varios gigas de botín y como pepenador clasifico y paso a archivo zombie de
un disco duro portátil de varios teras lo que creo no será de uso pronto. Y lo
que creo que es notable y oportuno, lo comienzo a subrayar, virtualmente por
supuesto, separo y selecciono y lo paso a fichero de Word, con la previa
traducción liberal de idiomas eslavos y sajones al más civilizado, para mi, de
Cervantes, Martí, Unamumo y Lorca.
Uruc así es el terreno de juego que promete hallazgos continuos y luego
paso a los blogs que es el ágora donde convocó al aula que abro en una nube
para la segunda forma de conservación, la transmisión, donde sin pudor alguno,
trato de poner al desnudo las ideas y modelos de los jugadores del pasado y las
del presente, atreviéndome, más a menudo de lo que dicta la prudencia, a
anunciar lo que los modelos del futuro pueden ser.
Como estos no son terreños de rebaños, me separe de ellos hace tiempo,
adquiriendo mi bien ganada mala reputación, que ahí la dejo para que los
respetuosos de normas y cabildos, hagan lo que quieran con ella.